lunes, 3 de agosto de 2009

Entre copas

Tenía el corazón rasgado por el amor imposible que escapó de sus manos y si bien sentía ganas de llorarse los días, decidió que dicha improductiva actividad no podía ser parte de su vida y salió a recorrer la ciudad en busca de una solución instantánea a su dolor. El día apenas si empezaba, el cielo se rompía en manchas de rosado y las tiendas esperaban que llegasen las llaves para poder abrirse al mundo y sentirse queridas. La calle era larga, y no larga como quien dice que se extiende sin medida hacia el horizonte, sino larga como un cuento que parece no acabar, en el que los pies andan y andan sin encontrar un banco donde descansar, en el que las gotas de lluvia no tienen un solo cobertizo contra el que amortiguar el golpe, sino que caen suicidas al asfalto, haciendo crecer los baches. Una calle que no tiene giros extraños ni callejuelas, sino que es una recta que de principio a fin abarca las más insólitas combinaciones: tiendas de ropa, locales de magia, librería cristiana, burdel, puestos de películas, químicos ilegales, veterinarias, repuestos de carros, feng-shui, academia de baile exótico y una tienda de dulces orgánicos.

Y ella caminaba cabizbaja por la calle, tratando que cada paso sea una memoria olvidada, y que cada bocanada de aire desanudara el cabo que llevaba en la garganta desde hace algunas horas. Pasó por un par de tiendas, tratando de comprar algo que la haga sentirse mejor: salió con una funda de ropa nueva, 5 películas que no tenían final feliz, dos melcochas, un libro titulado Lo que pasó, pasó y un veneno para ratas de increíbles cualidades: muerte rápida, inodoro, incoloro e insípido. Sus manos le dolían de soportar el peso de las fundas, pero no tenía donde sentarse a descansar ni había taxi alguno que lo pudiera llevar a casa. Era, toda ella, una nube cansada que lloraba y avanzaba, dejando a su paso riachuelos de dolor que se juntaban a la lluvia octubrina. Seguía su camino, sin mirar por donde iba, tropezando con los tantos transeúntes que andaban ajetreados por la calle, buscando al mejor precio los peores productos posibles. Rendida, llegó al final y dobló a la derecha, dirigiéndose a su casa.

Ya arriba, lejos de la bulla y del sol que arañaba su delicada piel, sacó sus compras y, a forma de ritual, preparó todo: se puso su nueva camisa, encendió la TV y puso la película más trágica, arrancó las páginas del libro y escribió en su interior su nota suicida, dejó las melcochas de regalo a sus sobrinas y, en una copa de Martini, puso el veneno de rata y lo engulló como tequila, de un sorbo y sin pensarlo.

Sus ojos no se salieron de sus órbitas, sus interiores no se quemaron de agonía, sus manos no temblaron ni su cuerpo se quedó tieso a falta de vida. Maldiciendo la ineptitud de los fármacos, trató de probar el veneno en su perro, pero no lo encontró. Pensó en regresar a la tienda de químicos y revelar a los dueños como embusteros, pero no se movió del sillón. Sospechando que el dulce que comió pudo haber anulado los efectos del químico, esperó a la siguiente mañana para tomar la segunda dosis, pero nunca llegó. Las copas de veneno seguían bajando por su garganta y el licor no se terminaba ni se terminaría, pues sus lágrimas que se renovaban cada hora, se convertían en un nuevo líquido mortífero, y llenaban la copa. En una eterna penumbra, sentada ella, sorbía su dolor incapaz de saber que su cadáver velado estaba ya hecho cenizas en el cementerio y que el veneno no mata la pena, sólo el cuerpo.

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