domingo, 31 de mayo de 2009

En el bus

Era el 15 de abril. Todavía usaba los lentes cuadrados cuando entraste con tu uniforme y me pareciste mínima: tus medias largas se extendían por debajo de una rodilla arañada por el cemento. Diciendo "lo siento" quitaste mi portafolios del asiento que estaba a mi lado, te sentaste y subiste tu pierna sobre tu muslo, soplaste lentamente en la herida y tu falda resbaló un poco. Ese día supe por qué el doble Humbert no tuvo perdón de Dios. Cuando terminaste, leiste mi placa y salió de tu boca un “Hasta mañana Raúl”. Bajaste en Hurtado y José Mascote, el viento revolviendo tus pulseras.

La siguiente semana subiste con amigas. Te sentaste junto a mí y sólo me mostraste tus hombros tersos salpicados de pecas. Tus palabras llenaban el caluroso día mientras tus manos jugueteaban con esos largos churros, desprendiendo un sabor a vainilla. Supe que te gustan los caballos y sentir la arena entre tus dedos, que ya no estabas con ese chico del viernes porque te parecía aburrido. Una de ellas te dio un consejo sobre relaciones, nunca más las volví a ver subirse contigo.

No recuerdo cuando te acercaste de nuevo, pero sé que me sentía desfallecer: tres latidos por segundo, siete gotas por minuto. Me miraste sin pestañear, tomando toda mi alma en esos ojos destellantes. Te dije que si, y nos bajamos en la siguiente calle. Tu mochila se quedó en el bus, tus moños en el cuarto 15, y tus medias me las quedé yo.

Me ignoraste las siguientes semanas, hasta que tu zapatito levantó mi basta y calentó mi piel. “Vámonos, será solo un ratito,” susurraste. “Tengo trabajo,” contesté. “Prometo no ignorarte después,” y como te vi tan suave y risueña, como una tarde de lluvia, bajé contigo.

Un flaco y lampiño joven te acompañó los dos días siguientes. Reías un poco más alto porque sabías que te escuchaba, movías las manos por todos lados para que no pudiera ignorar tu olor. Y yo, sentado donde siempre, esperando que cumplieras tu promesa y dejándome llevar por el odio, tinta negra que sofoca al corazón ingenuo, corazón idiota. Y tú, tan hermosa y despreocupada, jugando con tu soldado de carne y hueso como si fuera de hojalata. Decidí bajarme antes de cometer una locura y prometí no subir de nuevo hasta haberme purgado de ti.

Aprendí una nueva ruta para no toparme contigo y aunque a veces lograba ver tu tobillo subiendo a lo lejos, me mantenía a una distancia considerable, para que tus rizos no me atrapen. Llegué tarde al trabajo semanas seguidas, me despidieron. Invertí mi dinero en apuestas, pero tu falda nublaba mi juicio, y no gané nunca. Verte me alteraba, no verte me mataba.

Rendido, me senté a tu lado de nuevo. “¿Por qué tan desaparecido?”, “estaba ocupado,” contesté. “¿Lograste olvidarme?”…el silencio te dijo que no. “Vámonos,” me levanté y obedecí. Mi bolsillo rotó me había enseñado que era mejor estar contigo que sin ti.

Sentado a tu lado y obedeciendo, mayo, junio, julio…. Cuatro meses así.

Dejo caer mi libro por el sueño. El asiento a mi lado está vacío. Nabokov me sonríe cuando lo recojo y le doy unas palmaditas, elevando tierra de sus últimas páginas.

Qué pena que ese 15 de abril no te hayas sentado a mi lado ni te hayas raspado la rodilla, ni hayas elevado tu pierna sobre tu muslo, sino que, agarrada de la mano de tu mami, cogiste un taxi, llevándote tus ojos destellantes en él.

domingo, 24 de mayo de 2009

Un rayo en la oscuridad



Soy, debido a mi naturaleza, un mentiroso empedernido. ¿Quién más puede mantener sentados a cientos de personas durante horas para entretenerlos? Me gusta mentirle a la gente, hacerlos creer que lo que les doy es real solo porque lo parece. Pagan por estar frente a mí, por tener un lugar al cual escapar. Y yo se los doy de muy buen agrado. Claro, casi nunca vienen solos y casi siempre están comiendo, pero eso no es lo importante, el punto aquí es que vienen. Ellos se sientan ahí y se preguntan por qué me demoro tanto. Escucho sus corazones esperando, saben que en cualquier momento la oscuridad los rodeará y les mostraré la historia que han esperado conocer. No siempre tengo grandes cosas que mostrar, pero igual lo hago. A veces me atoro, ¡si los escucharan reclamarme renunciarían de seguro! Pero vale la pena: las risas que hacen temblar las paredes, los gritos repentinos y ojos apretados, el “ouhh” que se apodera de las gargantas de las mujeres (y algunos hombres) cuando sucede algo dulce.

Últimamente han estado hablando de reemplazarme. Dicen que hay otro como yo que no necesita tanto rollo y no tiene dos grandes ruedas que se pueden atorar; que él no requiere de constante vigilancia (como si yo no fuera de confiar) y que cuenta las cosas mejor que yo, más nítido dicen. Soy un clásico en esta industria. Han dicho que me mandarán a un museo. Prefiero que me compre una familia adinerada: así por lo menos podré seguir contando historias, aunque no sea a tanta gente.

domingo, 17 de mayo de 2009

Yo recuerdo


El almacén era nuestro pequeño laberinto para jugar. Sus altas repisas llenas de repuestos aceitosos se doblaban inesperadamente, creando escondites, tanto para tesoros de niñez como para personas. La luz se filtraba entre las cajas y el sonido de metal moviéndose llenaba nuestra imaginación con escenas terroríficas que nos obligaban a subir las escaleras tan rápido como nuestras pequeñas piernas podían llevarnos. Un pie afuera y el mundo era distinto. La transitada calle tenía pequeños charcos donde el sol resplandecía luego de la noche lluviosa. En la esquina, la loma que subía indefinidamente, y en la cima, la tienda de chocolates.

Ese era nuestro objetivo ese día: el mostrador era un mosaico de brillantes envolturas, detrás de él, dos grandes refrigeradoras donde guardaban los helados caseros, y a la entrada los jarrones de dulces ecuatorianos. Ya en el paraíso compramos 3 kinder sorpresa e hicimos una apuesta interesante: uno para ti, otro para mí y el tercero para quien llegue primero al sótano del almacén. El viento helado de Quito se coló dentro de mi chompa mientras mis pies aplastaban el asfalto mojado, creando pequeños maremotos en los charcos, ahogando a la población de hormigas que vacacionaba cerca de ellos. El aire entraba con dificultad a mi corazón, sentía una mano estrangulándome, tapándome la nariz, pero yo seguía corriendo.

El zumbar del viento tapó el feróz rugido de los carros cuando tuvieron que frenar en seco debido al descaro de dos niños que corrían sin precaución cuesta abajo. Llegamos al mismo tiempo, pero él bajó más rápido y, tocando el ampaí del sótano, proclamó su premio. La envoltura se sentía áspera, pero pronto el aluminió dió paso al olor del chocolate bicolor y, jadeando todavía, lo puse en mi boca mientras admiraba el huevito anaranjado que en la noche abriría.

Así es como recuerdo la vez que corrí por un kinder sorpresa, y perdí.


domingo, 10 de mayo de 2009

El día 12

Los días que pasó con sus primos ese verano, se dedicó a fastidiarlos. Después de todo, Luis y Gustavo habían dedicado sus 12 años de existencia a molestarla y ya estaba en edad para entender que la venganza es una palabra dulce, si se sabe como pronunciarla. El día que llegó a la casa de su tía, sacó el polvo pica-pica y lo untó en sus almohadas: esa noche sus camas no escucharon los habituales ronquidos de los jóvenes, y lo mejor de todo fue que los ojos azules y grandes de la chica la salvaron de ser descubierta, pues solo bastaba con una mirada tierna y pestañeo y nadie sospechaba de ella.


Así fue como logró cobrar su venganza sin ser reprimida: les escondía los deberes y veía como los retaban; cambiaba la sal por el azúcar y disfrutaba cómo se retorcían al darse cuenta que el huevo frito sabía raro; rompía sus bolsillos y los escuchaba quejarse al regresar a casa de haber perdido el dinero del almuerzo y tener mucha hambre… Fueron los once días más felices de su vida, hasta que llegó el doce.


La chica se puso su chompa, un inusual bordado de azul, verde, roja y amarillo, pues el frío de las montañas no era algo a lo que estaba habituada, siendo una chica de ciudad, y sabía que ese día saldrían al lago a pescar. Este era el día en que su mayor venganza tomaría lugar, pues en ese mismo lago fue donde años atrás la habían arrojado sus primos para luego dejarla caminar mojada hasta la casa, lo que resultó en una gripe que afectó a la familia por semanas. Si bien no planeaba dejarlos mojados ni afectarlos físicamente, por lo menos los desgastaría psicológicamente.


Desde que iniciaron la travesía hasta el fin de esta, ella no se cansó de repetir lo que sus primos decían, irritándolos porque no podían tener una conversación normal y porque, a pesar de sus mejores esfuerzos, no lograban callarla. Trataron decir “Soy tonta”, y ella sólo lo repetía; pensaron en vendarle la boca, pero no tenían con qué; consideraron pellizcarla para que gritase en vez de hablar, pero ella insistió. Las horas pasaban y ella repetía y repetía, sin tomar en cuenta las advertencias de su tía. Y tal vez fue porque siendo de la ciudad no se podía fiar en conocimientos ancestrales o supersticiones de campo, o tal vez porque realmente quería sacar a sus primos de quicio, pero ella no se detuvo ante nada: la bruja del bosque podía escucharla siendo fastidiosa todo lo que quiera, porque ella no iba a parar.


Luego de sacar algunas truchas del lago y de tener a la familia al borde de un colapso nervioso, el sol comenzó a ocultarse y el viento a revivir a los hojas. Empacaron todo y caminaron hacia casa, escuchandola imitar cada palabra que salía de sus bocas. La opción de caminar en silencio era lo más sensato, pero era algo imposible para una familia así, pues todavía mantenían ese miedo al silencio que podía significar ruptura familiar, todavía sentían que un momento de silencio era equivalente a incomodidad. Al llegar al borde del bosque la familia entró mientras ella disfrutaba de su triunfo. Pero una ráfaga de viento vino a entrecortar su risa, y con ella la tierra se levantó. Todo lo que pudo ver la chica fue una sombra negra que invadía el crepúsculo.


Al salir la familia en su búsqueda y gritar “Lora” hasta quedar sin aliento, lo único que salió a su encuentro fue un ave, que, como ella, repetía todo lo que se le decía en un hermoso plumaje de azul, verde, rojo y amarillo.


jueves, 7 de mayo de 2009

La Mar

Cuántas vidas perdidas en ti,
Arrastradas a la desesperación
Por tu veleidoso humor de ser
Cristal sosegado a las dos,
Tormentoso carbón a las diez.

¿Será porque el sol, cada poniente,
Te soba dejando su oro en ti,
Que puedes hacer que hombres crucen
Pueblos, ciudades, países
Para contemplarte danzar ágil?

Y es tu cian, azur e índigo
Seductor espejismo de serenidad.
Qué peligrosas esas curvas insistentes,
Ese murmullo y pintoresca suavidad.

Hundir los ojos en tu cuerpo y escucharte hablar
Es ver la desgracia y pensar “¡Es hermosa!”,
Es oir un grito ahogador y creerlo arruyo nocturnal.

Tal vez pensando esto, los marineros,
te llamaron La Mar.