Ahora, mis cosas se elevan asfixiantes cerca de mí, llenan el cuarto, cortando el aire que pasa, matando la risa de lo que ese día fui. Revives cada día en esta pieza del recuerdo. Estás entre mis cosas. Estás metido en mí.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Estas entre mis cosas
Ahora, mis cosas se elevan asfixiantes cerca de mí, llenan el cuarto, cortando el aire que pasa, matando la risa de lo que ese día fui. Revives cada día en esta pieza del recuerdo. Estás entre mis cosas. Estás metido en mí.
martes, 22 de septiembre de 2009
Distrito 9
jueves, 3 de septiembre de 2009
28399
Era el rey de los Liliputienses, un bastardo vendedor de ozono. Tenía sus principios basados en un egocentrismo auténtico y suspicaz: un paralelismo viciado por los escollos filosóficos de Kant en los días de lluvia. Podría referirme a él como un sujeto nefasto, de una conciencia ennegrecida, y una envidia que le brotaba por los poros. ¿He dicho poros? Sí, pues, de hecho los tenía. Abiertos como una puerta dimensional que conlleva hacia el interior de su repugnante existencia.
Ahora que lo pienso, los hechos suscitados aquel día se resumen en dos palabras “efecto miedo”. Para entenderlo mejor es imprescindible adentrarse en el contexto. Veamos pues:
Habían pasado varios años desde que el rey nefasto subiera al trono. Cuando digo el trono entiéndase al poder y no al confortable retrete sobre el cual transcurren sus cavilaciones más profundas y tenaces. ja ja ja, ya lo he dicho. Pero bueno, volviendo a los acontecimientos de aquel día, diré que lo más impresionante fue cómo de un momento a otro todas sus ínfulas de superioridad, su arrogancia suprema, la vanidad inconsecuente se iba destilando en forma de sudor, un sudor frío y tóxico que salía de sus entrañas. El pánico se apoderaba de su mente, de su alma, de sus zapatos que querían salir corriendo como una gallina asustada por los gritos de la multitud que se había amontonado en las afueras del Palacio.
Venían arrastrando todo su resentimiento. La miseria en la que vivían había llegado a tal punto que las llamas, en la hoguera de su odio, eran incontenibles. Portaban antorchas, palos, piedras y más objetos con los cuales pudieran descargar su ira. Sus voces retorcidas gritaban al unísono: “Muerte al rey de los Liliputienses” Así avanzaba la multitud de hombres diminutos como hormigas. Caminaban rumbo al Palacio con la firmeza de un ejército, sedientos de venganza.
Los pasos de dicha multitud de insectos retumbaban en las paredes de la habitación del Rey Liliputiense a quien los nervios no le permitían pensar con claridad. Pero, al ver que los furiosos habitantes de su pueblo se acercaban, decidió utilizar su único recurso. Dentro de su habitación había una puerta secreta que se suponía lo conduciría a un mundo lejano. Una dimensión de proporciones hiperbólicas donde los hombres median diez veces su tamaño. El único problema era que atravesar la puerta era literalmente embarcarse en un viaje sin retorno, pues, aquel que cruzara por ella quedaría atrapado para siempre en el mundo de los gigantes. Y lo que es peor, su reino quedaría reducido a cenizas, pues, al abrirse la puerta, el mundo en el que se encontraba sería absorbido por la nebulosa de Lumineida, la cual conducía a la dimensión de los gigantes.
Pensó en su familia, en su gente, en su palacio. No obstante, se dijo, no permitiría que sus huesos terminaran en manos de aquellos despreciables hombrecillos. Esos infelices que ahora mismo pedían su cabeza no merecían ninguna consideración. Entonces abrió la puerta y sintió como el contenido de su cerebro se le escapaba por todos los orificios de su cuerpo. Induzca joven, ah ah ah uh uh uh. Por los poros ¡CLARO! De repente se vio en medio de un ruido ensordecedor, justo debajo de un semáforo que tenía encendida la luz roja y frente a él monstruos enormes que hacían rugir sus motores. Entonces, de un momento a otro la luz cambió a verde y …. jdire ifhf krehorkj ieh tj
Epílogo
Debido a la índole clasificada de este documento y su dudosa procedencia (confesión del interno #28399, trastorno de personalidad múltiple y regresión aguda) su final nunca ha sido transcrito. Se deja a juicio del lector contemplar los hechos y llenar los etcéteras.
domingo, 23 de agosto de 2009
Chuchaqui
jueves, 13 de agosto de 2009
Microdino
lunes, 3 de agosto de 2009
Entre copas
Y ella caminaba cabizbaja por la calle, tratando que cada paso sea una memoria olvidada, y que cada bocanada de aire desanudara el cabo que llevaba en la garganta desde hace algunas horas. Pasó por un par de tiendas, tratando de comprar algo que la haga sentirse mejor: salió con una funda de ropa nueva, 5 películas que no tenían final feliz, dos melcochas, un libro titulado Lo que pasó, pasó y un veneno para ratas de increíbles cualidades: muerte rápida, inodoro, incoloro e insípido. Sus manos le dolían de soportar el peso de las fundas, pero no tenía donde sentarse a descansar ni había taxi alguno que lo pudiera llevar a casa. Era, toda ella, una nube cansada que lloraba y avanzaba, dejando a su paso riachuelos de dolor que se juntaban a la lluvia octubrina. Seguía su camino, sin mirar por donde iba, tropezando con los tantos transeúntes que andaban ajetreados por la calle, buscando al mejor precio los peores productos posibles. Rendida, llegó al final y dobló a la derecha, dirigiéndose a su casa.
Ya arriba, lejos de la bulla y del sol que arañaba su delicada piel, sacó sus compras y, a forma de ritual, preparó todo: se puso su nueva camisa, encendió la TV y puso la película más trágica, arrancó las páginas del libro y escribió en su interior su nota suicida, dejó las melcochas de regalo a sus sobrinas y, en una copa de Martini, puso el veneno de rata y lo engulló como tequila, de un sorbo y sin pensarlo.
Sus ojos no se salieron de sus órbitas, sus interiores no se quemaron de agonía, sus manos no temblaron ni su cuerpo se quedó tieso a falta de vida. Maldiciendo la ineptitud de los fármacos, trató de probar el veneno en su perro, pero no lo encontró. Pensó en regresar a la tienda de químicos y revelar a los dueños como embusteros, pero no se movió del sillón. Sospechando que el dulce que comió pudo haber anulado los efectos del químico, esperó a la siguiente mañana para tomar la segunda dosis, pero nunca llegó. Las copas de veneno seguían bajando por su garganta y el licor no se terminaba ni se terminaría, pues sus lágrimas que se renovaban cada hora, se convertían en un nuevo líquido mortífero, y llenaban la copa. En una eterna penumbra, sentada ella, sorbía su dolor incapaz de saber que su cadáver velado estaba ya hecho cenizas en el cementerio y que el veneno no mata la pena, sólo el cuerpo.